Creo que alguna vez todos nos hemos cuestionado qué es el destino o bien hemos participado en su entramado sin ser conscientes de ello. Pensamos que son cosas del destino cuando algo no ha sucedido como esperábamos, y también cuando nos sucede algún hecho que ni siquiera nos habíamos imaginado. Sin embargo, el destino es una incógnita más de la propia vida, y mientras unos aseguran que nadie puede escapar a él, porque significa que nada ocurre por el azar, otros piensan que se puede cambiar a través de las decisiones y acciones que tomamos a lo largo de nuestra vida. En la historia de esta niña rural sin escolarizar, que es raptada a una gran ciudad, nos podríamos plantear si realmente el destino viene escrito o es fruto de la causalidad. Aquella niña que no sabía nada de las diferencias sociales y culturales, de los prejuicios y de los peligros que albergaban aquellos temerosos barrios marginales y un sinfín de cosas más que van implícitas en las grandes ciudades, lucharía con toda su fuerza para intentar cambiar su destino. El choque con la ciudad le marcaría para siempre, ya que se vio obligada a tener que trabajar duramente antes de cumplir los quince años y a afrontar toda una serie de desventuras que no eran propias de una adolescente. Tuvo que aceptar muchas responsabilidades en un corto periodo de tiempo y asumir un paradigma diferente, y también una dificultad en la comunicación por la propia barrera idiomática. Pero lo que más le costaría gestionar fueron las carencias afectivas a las que se vio sometida, como la figura del padre, los abuelos, el resto de familiares y las amigas de aquellos pequeños pueblos que eran su entorno y que tanto añoró e idealizó. A pesar de todo, su capacidad de adaptación, la constancia, la tolerancia a la frustración y su afán de superación nunca decayeron, y tras muchos años de mantener una encarnizada lucha con el trabajo, el aprendizaje y toda una serie de adversidades, lograría por fin conseguir parte de sus objetivos y tal vez cambiar al enigmático destino.