Nietzsche proclamó que Dios ha muerto, y lo hizo para devolver la vida al Hombre. Su ataque contra el cristianismo era en realidad una defensa. En su opinión, el cristianismo había absorbido los valores de la vida, la salud, la jovialidad, para reemplazarlos por los valores de la decadencia, el autodesprecio y el resentimiento del débil. Invirtiendo los valores, el cristianismo había creado un nuevo sentido en el mundo: el mundo de la realidad material fue así sustituido por otro mundo más allá, un mundo irreal, ficticio, meramente imaginario que usurpó el lugar del mundo verdadero. Ese nuevo mundo cristiano tiene miedo al dolor de la vida y toca el dolor animal por el dolor espiritual, por la expiación de los pecados, cuando en realidad el único pecado es precisamente, para Nietzsche, ese pecado contra la vida perpetrado por el cristianismo, "gran mancillador de la vida", con el que se inauguró un tiempo fatal para el hombre en el cual el principal esfuerzo de la humanidad se orienta contra sí misma. Por ello la famosa transmutación de los valores de Nietzsche debe entenderse como una restitución: el cristianismo supone una inversión falsa de todos los valores auténticos, de modo que es preciso transvalorar de nuevo esos valores para que el hombre siga existiendo y el mundo de la vida sea colocado otra vez en el centro de la existencia y de la sociedad y la cultura. Este discurso contra el crisianismo vertebra toda la obra nietzscheana, pero se desarrolla de manera eminente en sus ensayos Más allá del bien y del mal (1886), Genealogía de la moral (1887) y El Anticristo (1888), culminación del combate de Nietzsche en favor de la vida.