Érase una vez un hombre que quería convencer a su hijo de las ventajas de estudiar en la Universidad de Harvard. Y le contó una especie de fábula; la historia de su paso por el campus; en realidad, lo que le sucedió un caluroso verano, allá en los años setenta, mientras se preparaba para los exámenes finales del curso de doctorado. Cierto día se le ocurrió entrar en un cafetín de ambiente afrofrancés y allí se topó con un personaje realmente singular, un tunecino extravagante, vestido como el Che Guevara, que estaba esperando que le concedieran el permiso de residencia, trabajaba de taxista, despotricaba contra todo y se acostaba con todas las mujeres que se le ponían a tiro. Harvard Square cuenta la historia de una amistad entrañable, desgarradora, divertida y conmovedora entre dos hombres contrapuestos: un judío y un árabe, un erudito y un pícaro, un tímido y un tipo más listo que el hambre, un hombre con porvenir y un hombre sin nada más que «mi taxi, mi nabo y mi dignidad». Los dos tienen el mismo pasado, se identifican y se oponen, y su relación obliga al protagonista a replantearse continuamente quién es quién y sobre todo quién y qué es él. Pero es también una historia al modo de Proust sobre el paso implacable del tiempo, sobre la recuperación de la identidad y sobre la nostalgia de un pasado que nos ha construido mientras huíamos de él. La novela se cierra con un bellísimo mosaico de fantasías y recuerdos que evocan la juventud perdida, el barco de Bizancio, del célebre poema de Yeats, que ya no puede abordarse.

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