En el ocaso de su vida, el consagrado y disciplinado escritor alemán Gustav Von Aschenbach emprenderá un viaje a Venecia, en donde habrá de encontrar un amor inasible. Es el joven Tadzio, con su extraordinaria belleza, quien despierta el deseo latente de Aschenbach, trastocando el orden ético y racional que sustenta su existencia. Sobre esa línea argumental se esconde una compleja novela de inagotables referencias simbólicas. Dos personajes, que despliegan una acción mínima, le fueron suficiente a Thomas Mann para regalarnos una obra cumbre de la literatura, de esas que, sin agotarse, nos invitan a releerlas. Máscara de falso esplendor, Venecia es el escenario idóneo para el desarrollo de la trama. Su belleza es fachada que esconde decadencia. Esta es la Venecia que, con la madurez técnica que lo caracteriza, Antonio Luquin nos presenta en sus obras. Con una presencia humana apenas insinuada, la ciudad resulta omnipresente; se reconoce a través de sus construcciones arquitectónicas y sus góndolas, que en la pluma de Mann son símbolos de la muerte, pero también se encuentra la mirada fantástica de Luquin. Declarado amante de la literatura, Luquin es el pinto adecuado para ilustrar La muerte en Venecia, no sólo porque la ciudad italiana ocupa un espacio privilegiado en su corazónm sino porque existe una sincronía rítmica entre la obra literaria y la plástica. Mann nos ofrece un libro que no tiene prisa, que nos complace en cada pasaje con pausadas descripciones. La misma sensación de quietud irrdia de las obras plásticas: son instantes suspendidos que podemos contemplar largamente. Sin su acostumbrada policromía, el pintos realiza trazos con grafito y carbón que acompañan en complicidad y con discreción las palabras del escritor.