En pocos renglones cabe la biografía externa de León Tolstoi: nada tiene de dramática, ni siquiera de curiosa. Nació nuestro novelista en 1828; se crio, como suelen los hidalgos rusos, a lo campesino, en su casa solariega; cursó sus estudios en la universidad de Kazan, recibiendo la educación cosmopolita, semifrancesa y semigermánica, conque en Rusia se cultiva el plantel de la aristocracia; entró en la carrera militar; pasó algunos años en el Cáucaso incorporado a un regimiento de artillería; pidió el traslado a Sebastopol; cuando estalló la guerra de Crimea sostuvo el memorable sitio, inmortalizando en tres narraciones la memoria de los heroicos defensores del famoso baluarte; se retiró apenas firmada la paz y dióse a viajar; residió en las dos cortes del Imperio ruso, frecuentando la buena sociedad, su natural atmósfera, sin que le cautivase; renunció por fin a la vida mundana, se casó en 1860 y se retiró a sus posesiones, cerca de Tula, donde vive, a su modo, desde hace cinco lustros y donde hoy el célebre novelista, el caballero, el sabio, el incrédulo, después de caer, como Saulo, fulminado por una visión divina y convertirse -dice él-, ofrece a los que acuden a visitarle el espectáculo de verle manejando la lezna o la hoz, vestido de labriego. La biografía importante en el conde Tolstoi es la de su alma siempre inquieta, siempre a caza de la verdad absoluta y de la esencia divina: noble aspiración que embellece hasta los errores. No hay libro de Tolstoi donde no se revele, particularmente en la autobiografía titulada Recuerdos, así como en repetidos pasajes de sus novelas, y por último, ya sin rebozo, en sus obras teológico-morales. Cuéntese el alma de Tolstoi en el número de aquellas que se ahogan cuando les falta Dios, y, sin embargo, por confesión propia, el novelista vivió huérfano de toda fe y toda creencia desde la juventud hasta la crisis de la madurez.

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