Atravesaba el pequeño ejército de Hernán Cortés la soberbia muralla de Tlaxcala, que defendía la frontera oriental de aquella indómita República. Los soldados se detenían mirando con asombro aquel monumento gigantesco; que según la expresión de Prescott tan alta idea surgiría del poder y fuerza del pueblo que le había levantado. Pero aquel paso, aquella fortaleza, cuya custodia tenían encargada los otomíes, estaba entonces desguarnecida. El general español se puso a la cabeza de su caballería, e hizo atravesar por allí a sus soldados, exclamando lleno de fe y entusiasmo: Soldados, adelante, la Cruz es nuestra bandera, y bajo esta señal venceremos: y los guerreros españoles hollaron el suelo de la libre República de Tlaxcala.

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