Ya entrada la tarde, un día de octubre del año 1924, un hombre joven, vestido sin preocupación, miraba distraídamente a través de la ventanilla de un compartimento de tercera clase en el tren casi vacío que, procedente de Swansea, ascendía penosamente por el valle de Penowell. Durante todo aquel día Manson había viajado desde el norte, trasbordando en Carlisle y Shrewsbury y, no obstante, en la etapa final de su tedioso viaje, hallábase más preocupado aún por la perspectiva de su puesto el primero de su carrera de médico en esa extraña y fea región. A fuera, una lluvia torrencial oscurecía el espacio comprendido entre las montañas que se alzaban a los lados de la única vía férrea. Las cimas de las elevaciones ocultábanse en la gris extensión del cielo, pero sus laderas descendían negras y desoladas, con las cicatrices de las excavaciones mineras, manchadas aquí y allá por grandes montones de escoria por lo que vagaban algunas ovejas sucias, con la vana esperanza de hallar pastos. No se veía un arbusto ni una brizna de vegetación. Los árboles, contemplados a la luz declinante, eran magros y escuálidos espectros. En una curva de la línea dejose ver el resplandor rojizo de una fundición, iluminando a una veintena de trabajadores desnudos hasta la cintura, con los torsos tensos y los brazos levantados en actitud de golpear. Aunque el cuadro desapareció rápidamente tras la confusión de las maquinarias de una mina, persistía una sensación tensa vivida de fuerza. Manson suspiró profundamente. Sintió una afluencia de energía, una súbita y sobrecogedora alegría, nacida de la esperanza y la promesa del futuro.

Detalles

Otros libros del autor