Nunca he dado principio a una novela con tanto recelo. Si la llamo novela es únicamente porque no sé qué otro nombre darle. Su valor anecdótico es escaso, y no acaba ni en muerte ni en boda. La muerte todo lo termina, y es, por lo tanto, adecuado final de cualquier narración; más también concluye convenientemente lo que en bodas acaba, y yerran quienes, por alardear de avisados, hacen burla de aquellos desenlaces que la costumbre ha dado en llamar felices. Opina sanamente el vulgo que, sobre aquello que en desposorios termina, tras las vicisitudes que se deseen, terminan por unirse, cumplen una función biológica, y el interés que suscitaron es trasladado a la generación venidera. Más yo dejo al lector en el aire. Este libro está compuesto con mis recuerdos de un hombre a quien traté íntimamente con largos intervalos, y poco sé de lo que pudo acontecerle durante ellos. Supongo que ejercitando mi imaginación podría rellenar esos huecos y lograr, de esa manera, mayor coherencia para mi narración; pero no deseo hacerlo. Quiero limitarme a dejar escrito aquello que verdaderamente llegó a mi noticia.

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