Una calurosa mañana de julio estaba adormilado en la plaza Meloso de Forli, a la sombra de los eucaliptos, cerca de la fuente seca, cuando llegaron dos hombres y una mujer y me dijeron que los llevara al Lido de Lavino. Los observé, mientras discutíamos el precio; uno era rubio, corpulento, con una cara descolorida, gris ojos de porcelana celeste en unas ojeras sombrías; parecía hombre de unos treinta y cinco años. El otro, más joven, era moreno, de pelo enmarañado y anteojos de carey, el cuerpo desarticulado, flaco; podía ser estudiante. En cuanto a la mujer, era flaca, tenía la cara afilada y larga enmarcada por dos bandas de cabellos sueltos, el cuerpo delgado enfundado en un vestido verde que la asemejaba a una serpiente. Pero tenía la boca roja y carnosa, como una fruta, los ojos hermosos, negros y brillantes como el carbón mojado; y su manera de mirarme me indujo a aceptar el negocio. En efecto, acepté el precio que me proponían; subieron, el rubio a mi lado, los otros dos atrás; y emprendimos viaje. Crucé toda Roma para salir a la carretera que empieza tras la basílica de San Paolo, la más corta para Anzio. Ante la basílica llené el tanque de nafta y enfilé la carretera. Debía de haber, calculé, unos cincuenta kilómetros; eran las nueve y media, llegaríamos antes de los once, con tiempo para una zambullida en el mar. La muchacha me gustaba, y confiaba en hacer amistad con ella; no era gente muy fina; por su acento, los hombres parecían extranjeros, acaso refugiados, de esos que viven en campos de concentración, en los alrededores de Roma. La muchacha, en cambio, era italiana, y precisamente romana; tipo vulgar, también: supongamos que fuese mucama, planchadora o cosa por el estilo. Pensando esto, paraba la oreja y oía, en el interior del auto, hablar y reír a la muchacha y al moreno. Particularmente se reía la muchacha, que, según ya había observado yo, era desmañada y resbalosa, justamente como una culebrita borracha. Al oírlas risas, el rubio contraía y arr

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