Ocho años tenía Hernán Casciari, cuando sus fines de semana se salieron de la rutina. Era muy temprano y de súbito sintió una patada de su padre, Roberto, que lo despertó. Hernán ya estaba inscrito a varias actividades extra escolares: dibujo, dactilografía, piano. Todas esas, incitadas por su madre: Chichita. El padre consideraba aquellas tres, "cosas de putos", y el pequeño Hernán impulsado por Roberto, también iba a: voleibol, básquet y futbol; era un tres a tres. Aquella mañana, la de la patada, significaba el desempate, por un lado, le dieron a elegir catecismo -Chichita por supuesto- y, por otro lado, rugby, la opción del padre. No disfrutó ni un segundo del rugby el pequeño Hernán, que se había decantado por el deporte antes que ser católico. Resultó ser bueno, "el gordito veloz", le decían. Una mañana de esos sábados, donde corría con aquel balón extraño sin entender casi nada, otro chico le rompió el brazo. Con el yeso quedaron suspendidas todas las actividades extra académicas y entonces una tarde lluviosa, Hernán se puso a escribir por primera vez. Descubrió que podía decir mentiras, que no tenía que correr. Fue aprendiendo a trasformar anécdotas y vivencias cotidianas en verdaderas tragicomedias, extrayéndoles esa alucinante visión que termina por retratar ni más ni menos que a la vida misma. Una selección de doce cuentos, cada uno con su peculiar ilustración, para homenajear a Hernán Casciari, el escritor argentino que ha sabido darle la vuelta de una forma fresca, actual y universal a la literatura contemporánea.

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