Aforismos. Oscar Wilde

WILDE, OSCAR
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Aforismos. Oscar Wilde

WILDE, OSCAR
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Pocos temperamentos más proclives al aforismo que el de Wilde. O, quizá, a un puñado de variantes del aforismo: ese ejercicio frívolo del wit inglés que esconde siempre una verdad bajo la aparente falacia. De hecho, cuando uno lee a Wilde sucede que a cada paso se da de bruces con el aforismo, con esa frase redonda y provocativa, con esa expresión feliz y desconcertante. Wilde emprendió la tarea de desvelar la paradoja que somos. Por eso detrás de cada frase de Wilde anda siempre el autor guiñando un ojo al lector, el cual sabe desde ese momento que si quiere comprender las cosas en su ser auténtico ha de invertir todas las afirmaciones wildeanas, como mirándolas en un espejo. Un juego con la estructura superficial del lenguaje que eleva a discurso la máscara, o la pose, y que a menudo sólo se entiende cuando el contexto -aquella hipocresía victoriana de patillas largas y ceños fruncidos- invita al cinismo como estrategia retórica. De qué habla Wilde en esas frases, y cómo lo hace, sirve casi para esbozar una clasificación o una cronología de su obra. Porque el tema que más preocupa a ese Wilde cínico e ingenioso, durante gran parte de sus escritos, es la belleza. Por eso Wilde, durante gran parte de su obra, se lo toma todo a broma, pero cuando se trata de estética dicta sentencia como un juez impasible y severo. En sus palabras se reconoce por momentos el magisterio de Pater y sus ideas sobre las artes, la admiración por la Edad Media de Ruskin, el aprecio por el artesano de Morris, un distanciamiento respecto de las ideas sobre la Naturaleza de Wordsworth y Coleridge, el rechazo del naturalismo y de las ideas de Taine... Todo condensado en un dardo que da en el centro de la diana del lenguaje.

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