He aquí la historia de un antropólogo jubilado, profesor emérito que conoció y vivió hasta dejarse la piel en el fin de la utopía y las ilusiones románticas de la juventud. Este hombre, en un momento dado, decide decir adiós a sus hijas y desaparecer para siempre del escenario vital de ellas, de su ex mujer, de sus amantes, de sus colegas. Emprende un viaje sin retorno porque está cansado de ser quien ha sido y el azar, o la providencia, le deparan convertirse en un terrorista que convierte en happening lo que había sido una razón principalísima para vivir: la construcción del hombre nuevo, del reino de la libertad, como se decía antes. Pero este hombre no ha pensado en poner fin a su vida; a ese hombre todavía lo conmueven el teatro, las buenas novelas, la ópera, las corridas de toros, el buen vino, los buenos manjares... Qué difícil, sin embargo, para un sensual asumir que ya no se tiene la energía de antaño, y que el deseo a pesar de todo no muere y vive, encarna en el recuerdo y la imaginación. Pero el invierno puede dar lugar al verano en el encuentro inesperado con una hermosa mujer que, como él, ya está de vuelta de todo. Ese hombre y esa mujer todavía pueden tener ilusiones: hacerse compañía, contarse muchas cosas, aprender a desprenderse poco a poco de casi todo, agarrarse a lo esencial de sus seres como se agarra el náufrago al madero. Nuestros actos, empero, tienen consecuencias y las organizaciones secretas, como ETA, no tienen compasión. ¿Es posible burlar a esta organización y en una lejana tierra reconstruir sus existencias? El calor del invierno es un canto a la vida, una vía hacia las intensidades que puede reservar la vejez, en el enlace póstumo con los años de juventud. Cuando no hay futuro, el pasado es capaz de iluminar el presente en la experiencia que se ha vuelto poética del adiós.