Los asuntos del “más allᔠson siempre cosa de aquí: el problema de la muerte es para los vivos, para aquellos que se han extraviados en sus propias profundidades y en sus lacerantes recuerdos, tratando sin esperanza de retener al otro. A veces pueden encontrar el caprichoso refugio de una sepultura para el olvido, pero jamás enterrarán lo que estremece a su corazón. El investigador médico que camina en las páginas de El cuarto siete intenta suturar, con el hilo de las respuestas, las heridas de un fantasma, aunque en el fondo termina por entender que algunas preguntas no necesitan responderse, sino vivirse y cicatrizar en el misterio. A partir de la idea de hacer un reportaje, el escritor Edgardo Arredondo llega al complicado territorio de la novela corta que, en este caso, está relatada con la intensidad, la precisión y la poesía de los grandes cuentos. No hay en su contenido pistas sueltas, no hay desviaciones ni artificios filosóficos, tampoco pretensiones estilísticas, pues a la pequeña Sandra se le acaba el tiempo para morir en paz. La niña ha pasado muchos años deambulando en los pasillos y los juegos infantiles de la clínica donde transcurrieron sus últimos minutos, y ya requiere que alguien la conduzca hacia el eterno juego del silencio. Suspenso, amenidad y ternura otorgan magnetismo a esta pieza breve que es en realidad la historia de una enigmática indagación. Su lectura es un veneno adictivo que, en vez de aniquilarnos, nos produce la ansiedad de seguir capítulo a capítulo. No causa miedo, provoca horror. Porque Arredondo elude con pericia el lugar común y aleja de su prosa a la noche de tempestad, a la intrincada niebla, a las sombras escalofriantes, a las casas embrujadas y a los sobresaltos del pánico, tan usuales en este tipo de narraciones. En contraparte, revela que la oscuridad más siniestra, más tétrica y pavorosa yace en nosotros a plena luz del día. Definitivamente, algo fatal sucedió en El cuarto siete. Abran las palabras y entren en él. Joaquín Tamayo