En lo que va del siglo XXI han ocurrido ciertas convulsiones en la sociedad internacional que obligan a repensar las acciones, la organización y el futuro de uno de sus principales actores: la Unión Europea (en adelante, UE). En este contexto, ha surgido una gran diversidad de perspectivas: por un lado, la de quienes se han pronunciado por una unión más estrecha entre los Estados que la componen, lo que significa el otorgamiento de una mayor preponderancia a Bruselas; mientras que, por otro lado, hay voces que critican y advierten sobre las desventajas que conllevaría la centralización de la toma de decisiones. Los debates predominantes se enmarcan en el cuestionamiento de la estructura y la función de los Estados-nación, resultado de los acelerados procesos de globalización, pues éstos generan desafíos y oportunidades que requieren acciones mejor coordinadas por parte de los actores internacionales. A la luz de este argumento, muchos de quienes han abogado por una organización de la UE basada cada vez más en una federación parten de la concepción de que este tipo de sistema político es la mejor opción para afrontar ciertos retos que ponen en evidencia las limitaciones (y, para algunos, la caducidad) del modelo actual de esta organización internacional sui generis.