La inspectora Elsa Giralt está destrozada. De ser la primera de la clase ha pasado a ver como su marido la dejaba por su mejor amiga y su compañero quedaba tetrapléjico tras un tiroteo en el que ella cree que pudo haber hecho algo más. Demasiado castigo para alguien que no había hecho nada para merecerlo. Así que, ahora, Elsa busca el olvido –momentáneo o definitivo, lo que llegue primero– en el fondo de una botella de ginebra. Pero la vida es caprichosa y una mala mañana, precisamente a la puerta de su casa, aparece el cadáver de una joven –muy atractiva– que ha muerto de una puñalada en el costado y con una sonrisa en los labios: un binomio curioso que no deja a nadie indiferente. Tampoco a Elsa, que se aferra al caso como a un clavo ardiendo, consciente de que puede ser su última oportunidad antes de ver cómo su carrera, y hasta su vida, se evaporan en la nada. Con la ayuda inesperada de Santi –otro policía a quien no le han contado que el tipo Harry el Sucio ya no está de moda– empieza a tirar del hilo hasta descubrir que lo que parecía otro caso de violencia machista está conectado con el reciente atraco a una joyería de la ciudad en el que el robo superó los veinte millones de euros. Un golpe que lleva el sello inconfundible de la banda de ladrones de joyas más audaz y buscada del planeta: los veteranos de la guerra de los Balcanes mundialmente conocidos como los Pink Panthers.

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