Todo peregrino busca, de un modo u otro, el punto de no retorno. Quienes nos desplazamos en el espacio, como entre la cuna y la tumba, nos dirigimos al corazón del laberinto donde sucederá esa iluminación a partir de la cual ya no es posible volver atrás, porque habremos dejado de ser lo que éramos. Un hombre que es todos los hombres, el incierto peregrino que narra este libro realiza dos viajes que son un mismo descenso a los abismos, a veces luminosos y a veces tenebrosos, de la experiencia espiritual posmoderna. Lo mismo sirve para sepulcro y nido el microcosmos de un monasterio de monjes trapenses en Kentucky que el universal crisol de Tierra Santa, la de antes, la de ahora, la de siempre. La abadía se muestra como tumba, pero también como cuna y barco hacia la experiencia del silencio; el desierto palestino como el laberinto perfecto en cuyo centro está, el silencio, ese que alumbra si se experimenta en colectividad. Viaja el peregrino por las ideas de Thomas Merton lo mismo que por las Sagradas Escrituras, incierto pero no dudoso, animado a las preguntas de cómo vivir la santidad en el gozo de la soledad y a la vez en comunidad. La pequeñez de Belén y la emoción de quien regresa, la conmoción de quien pregunta ante la humanidad desnuda para que en el viaje suceda la revelación divina. Masada y el mar Muerto, la levedad y el peso, el cuerpo y el espíritu: piedras vivas, piedras que hablan, montones de piedras entre el suelo y el cielo, entre la palabra y la vida, el principio y el fin.