Son negras, universitarias, urbanas, modernas, de clase media acomodada y tienen entre treinta y cuarenta años de edad. Como los mosqueteros, ellas también son cuatro. Y de las cuatro, tres al menos andan por la vida con todas sus armas desenvainadas buscando al príncipe azul (o negro, en este caso). Tanto empeño han puesto en ello que a Robin, cuando va a una reunión, a veces no le alcanzan los dedos de una mano para contar a los hombres presentes con los que se ha acostado. Alguna, como Bernardine, ha creído encontrarlo. Pero tras once años de matrimonio con un tipo que ha triunfado en la vida gracias a su ayuda, con dos hijos, una espléndida casa y una cómoda posición social, despierta una mañana y se encuentra con que él se ha marchado con su blanca y rubia secretaria, ha puesto todos sus bienes a nombre de otro para conseguir un divorcio barato, y ella corre el riesgo de quedarse con el culo al aire: una cosa que todas tienen en común es la falta de pelos en la lengua. Y ninguna vacila en llamar a una picha corta precisamente eso, una picha corta. Y así sucede que, por las vueltas de la vida, Bernardine, en trámite de divorcio y cambio de vida, Savannah, harta del frío de Denver y de que su familia le reproche haber llegado a los treinta y seis años con muchos novios y ningún marido, Robín, en un callejón sin salida con un hombre que nunca se casará con ella, y Gloria, madre soltera con un hijo adolescente, coinciden en la ciudad de Phoenix, unidas en una solidaria, femenina, estrecha hermandad que ningún hombre podría romper. Y todas ellas continúan su denodada (y por lo general deslenguada) lucha por la vida, por no envejecer solas, por ser ellas mismas en compañía de quien las merezca.

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