Antón Pávlovich Chéjov (Taganrog, Rusia, 1860-Badenweiler, Alemania, 1904) es una figura solitaria y grande, un pesimista que no llega a la desesperación y en términos cronológicos el último de los clásicos rusos. Su obra consiste en narraciones más o menos cortas y en un volumen de obras teatrales que forman una caleidoscópica galería de toda la sociedad de la Rusia zarista. En este libro se reúnen La gaviota (1896) y El jardín de los cerezos (1904), que no solamente es la más popular de las piezas de Chéjov sino que está considerada, con justicia, como su obra maestra. En ellas —nos dice Miguel Guardia—, Chéjov se detiene en las minucias, se recrea en las cosas mínimas, paladea los matices más sutiles y levanta así ese mundo doloroso y traslúcido, ingrávido casi, en el que gracias a las mejores cualidades del alma eslava, la amargura vital y el derrotismo no se infiltran por más que la nostalgia y la tristeza hayan de teñir toda esperanza. Sus temas son igualmente contemporáneos: la imposibilidad de comunicación verdadera, la intrincada red de amor, de aversión, de aburrimiento y de sueños que enmaraña la vida de las personas comunes. Chéjov habla de aquellos que no triunfan en la lucha por la supervivencia y no pertenecen a la minoría de los vencedores y de los conquistadores, y sabe cómo hacer que el corazón de su público vibre por la identificación con el dolor y por el consuelo que brindan la bondad y la compasión.