Es muy raro encontrar en las historias de Nancy Kilpatrick una estructura lineal, o los estereotipos convencionales de esa literatura de horror que actualmente se alimenta del cine, construyendo sus tramas en torno de un escalofrío sorpresivo. Aquí no hay cabezas que explotan de pronto, ni hordas de gente sanguinaria que anda por las ciudades causando devastación; tampoco podemos encontrar esa clase de melodramas truculentos que funcionan como el marco de la crueldad. No son estas las formas que adopta Nancy Kilpatrick para contar sus historias; en vez de lugares comunes, ella desarrolla y ensambla un conjunto de imágenes e ideas cuya resolución va más allá de la clarificación de un enigma o un simple desenlace. Esto es un rasgo fundamental de la buena literatura de horror, porque el miedo se diluye cuando el misterio ya no existe y lo desconocido se vuelve conocido, pues finalmente el lector piensa que un vampiro es sólo un vampiro y lo único realmente preocupante es no tener a la mano una estaca bien afilada y una buena dotación de ajos. Pero cuando hay muchas implicaciones que permanecen en el misterio, el horror en sí continúa resonando en la mente del lector, pues subsiste la tenebrosa intuición de que podría haber algo más que un vampiro, un fantasma o algún otro arquetipo de la literatura de horror... porque la monstruosidad no se encuentra del todo en los personajes del cuento, sino en el interior de nosotros mismos.