Después de arduas investigaciones, el joven científico Griffin consigue volverse invisible, pero lejos de la maravilla que ello pudiera parecernos, su vida se convierte en el peor de los abismos: soledad y escape permanente. El drama de Griffin, el hombre invisible, acosado por una sociedad que lo rechaza, se convierte en una alegoría de la marginación humana y el rechazo a lo desconocido. El hombre invisible, cuyo protagonista ha alcanzado, como Drácula o Frankenstein, un lugar en el imaginario del mundo moderno, da forma definitiva a la amarga pesadilla de uno de los motivos que cobran relieve hasta convertirse en una pavorosa realidad. La incógnita que plantea H. G. Wells, entre los párrafos de esta novela, detona cuando la situación se sale de control y el juicio y las buenas intenciones se desvanecen junto con la corporeidad. Los hombres comunes están representados como una turba de energúmenos, y aquellos superiores intelectualmente, sólo son superiores en cuanto a su capacidad de hacer el mal. Así, vemos que la magia del argumento no basta para resolver el enigma que plantea la obra, pues la trama funciona como pretexto o punto de partida, y es dentro del desarrollo poli semántico de los persMes, que empezamos a comprender el fin ulterior de la novela. El tema es importante para la elaboración del libro, pero no para el goce de la lectura. La precedencia de esta novela se debe a una razón más profunda que la genialidad de su planteamiento o su crítica social. No sólo es ingenioso, sino también simbólico de los procesos que son inherentes a todos los destinos humanos: el poder, esta vez en forma de conocimiento, corrompe hasta la médula. En esta fantástica e imprescindible novela los caracteres alegóricos ocupan un lugar intermedio entre las realidades absolutas de la vida humana y las puras abstracciones del entendimiento lógico. El hombre invisible, admirablemente narrado, hereda las fugacidades geniales que encontramos en los textos breves de Jonathan Swift