La honesta lujuria
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Amado no tenía cabeza para meditar sus actos: tanta espera lo había hecho perder la noción de los grados necesarios, de modo que entre gozo, gula y atraganto, en suponiendo, a esta chica la voy a hacer papilla de maicena, le lanzó una mano a la puerta trasera y por allí forzó que ella rindiera su pantaleta y allí, de pie, le hizo una somera introducción, oh oh oh, sin darse cuenta de que la Koro estaba muda, tiesa, sorprendida, en rigor mortis, incapaz de reaccionar ante tal desacato...

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