La poesía de Chesterton es hímnica. Son los cantos de celebración de un guerrero de la vida ordinaria que sabe que el hecho de vivir es la gran victoria sobre el silencio, el vacío y la nada. La alegría es, como demuestra la historia de la literatura, propensa al juego verbal, al ritmo grácil y a la rima sorprendente. Consecuente con su sentimiento, Chesterton escribió estos poemas así, casi cantando. Y nosotros, al oírlos, tendemos a abrir la boca, más que por asombro, para sumarnos a su canción o para soltar una carcajada. Auden no le conocía ni un sólo poema de humor que no fuese un triunfo absoluto. Y cuando Jorge Luis Borges dijo que en cada una de las páginas de Chesterton había una felicidad, estaba siendo, creo yo, intencionadamente ambiguo. Por supuesto, quería decir que el lector encuentra siempre alguna idea poética, algún giro deslumbrante, alguna imagen insólita. Pero también que el lector acaba contagiándose de la pasión y del optimismo infatigable que laten en cualquiera de sus páginas. Recién publicado su primer poemario, Gilbert, llevado por la necesidad de asentar la cabeza y, sobre todo, por una vocación literaria total, casi una grafomanía, se lanza a su frenética carrera de periodista, de ensayista, de novelista, de polemista... Sin embargo, al hacerse escritor profesional no abandonó la poesía ni, lo que es aun más extraño, tampoco la poesía le abandonó a él. Ciertamente, todo lo que podía escribirse en forma de artículo o cuento, lo publicaba en prosa. Sin necesidades alimentarias ni sociales, el famoso periodista se convirtió en un poeta ocasional, compelido a veces por las circunstancias y otras por una íntima necesidad.