Doscientos años hace que nuestro país logró su independencia. A lo largo de este periodo fue testigo de guerras intestinas, invasiones e intervenciones extranjeras, golpes de Estado, gobiernos simultáneos, asesinatos entre facciones rivales, traiciones, crisis económicas, intereses particulares y oligárquicos contrapuestos siempre al bienestar común, graves errores de la Administración pública, incontables actos de corrupción y constantes dictaduras personales e institucionales, a pesar de que cientos de miles de compatriotas dieron su vida por un México mejor —fundado en la ley y el gobierno— y de que los primeros constituyentes plasmaron el anhelo de colocarlo en la ruta del progreso y afianzar la prosperidad de sus habitantes, con base en “el genio de los mexicanos y en la riqueza natural del país”, según sus propias palabras. El precio de los extravíos y desatinos cometidos por nuestros gobernantes lo siguen pagando las actuales generaciones y seguirá siendo así mientras no aprendamos de nuestra historia y no cumplamos con nuestras responsabilidades cívicas y políticas. De lo contrario, la nación no podrá seguir sufragando los costos políticos, sociales, culturales, educativos y económicos. Frases como “las leyes se hicieron para violarse” y “quien no tranza no avanza” forman parte de la idiosincrasia del pueblo de México, por lo que no deben sorprendernos los altos niveles de corrupción, criminalidad e impunidad. Es evidente que la ley no ha sido guía de la sociedad, ni el gobierno, capaz de dirigir, organizar, legislar y administrar, como corresponde, a una nación que debería estar colocada a la altura de las más grandes y poderosas.

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