Las resonancias que se producen en el contemplador crean de nuevo la obra de arte; o yendo más allá de Goethe: las vivencias del contemplador hacen surgir una obra de arte. De cualquier objeto, ya sea natural o fabricado por el hombre, podemos tener vivencias estéticas, y el tenerlas o no tenerlas es una decisión exclusivamente personal. En consecuencia, no de toda ''obra de arte' tenemos experiencias estéticas, aunque ésa fuera la intención de su creador. La intención del artista necesita un interlocutor al que dirigirse; incluso la obra de arte creada conscientemente necesita del "andamio" del contemplador. Para que se cree una obra de arte se necesita que el contemplador ponga en juego su capacidad visual y su bagaje espiritual y cultural, desencadenando así las más diversas asociaciones de pensamientos. Tales consideraciones sirven para comprender el modernismo, el cual, por un lado, es ensalzado como 'punto de arranque" hacia la modernidad y como primer y último estilo unitario desde el Barroco, y, por otro lado, es rechazado y tachado de "infierno del ornamento", cursilería y mero arte industrial. La estética del modernismo se basa en la contradicción, y para hacer de las contradicciones obras de arte se necesitan unas intuiciones que transcienden el objeto perceptible y se encuentran más allá de la percepción visual. Es cierto que todo estilo es único en su género, pero el modernismo es único en su género entre todos los estilos. Antes de usar como criterio la asombrosa calidad que este estilo poseyó para la evolución de las artes del siglo XX es preciso respetar como un logro propio el modernismo, una época comparativamente breve, pues no duró más de 25 años.

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