Antes que nada, el actor debe creer en todo lo que pasa en la escena; pero sobre todo tiene que creer en lo que él mismo está haciendo; necesita sentir esa verdad todo el tiempo, para reencontrarse con ella constantemente, y para lograr esto es indispensable desarrollar la propia sensibilidad artística orientada hacía la verdad. Ante esta propuesta, alguien podría decir: Pero qué clase de verdad podría ser ésta, si todo lo que ocurre en el teatro es una mentira, pura escenografía de cartón, pintura, maquillaje, espadas y lanzas de madera... ¿todo eso es verdadero?. No es esa la clase de verdad a la que me refiero. Yo hablo de la verdad de las emociones, de la verdad de los impulsos creativos que presionan desde adentro para salir y configurar expresiones; hablo de la verdad, de la verdad encriptada en la memoria corporal y las percepciones físicas. A mí me interesa la verdad que está dentro de mí, la verdad de mi relación con los elementos de la escena, con los artilugios de la escenografía y con los otros actores que juegan sus papeles en el drama que representamos juntos, cada uno con sus pensamientos y emociones.