La culpa de todo la tiene el perro, o al menos eso cree Cangrejo a sus doce años, porque es sacándolo a pasear como conoce a Jotacé y su secuaz Tarado, dos chavales libres, insolentes y violentos que personifican un universo del que Cangrejo quiere formar parte y que su familia de clase media le ha negado: el mundo de la calle, con sus broncas y sus mitos. Inmerso en una adolescencia prematura marcada por la necesidad de liderazgo y por la creencia de que es legítimo tomar por la fuerza lo que uno ansía, muy pronto Cangrejo se ve arrastrado lejos de las aulas, expuesto a su suerte en una ciudad gobernada por muchachos y plagada de motos, trapicheos y trifulcas, sobre la que proyecta también su mitología personal: gladiadores en anfiteatros romanos, caballeros y princesas en castillos medievales, espías y mafiosos de leyenda. Cangrejo crece así entre el mundo real y el imaginario, aprendiendo los códigos de la lealtad y el lenguaje de la traición, y en su tránsito al territorio de los adultos no tarda en comprender que estos son aún menos fiables que los propios adolescentes.

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