Escribir cartas, por muy insulsas que fueran, fue un hábito que agarré cuando estudiaba la licenciatura y anduve de vagancia por Norteamérica y otras partes. En aquel entonces, a mediados de los años sesenta, lo hacía a mano y las mandaba por correo ordinario a casa. De aquéllas no quedan rastros, no tenía la paciencia para hacer copias. Cuando estudiaba el posgrado, en Stanford University, escribí algunas misivas largas a mi madre; ésas sí ya en la máquina, pero tampoco queda memoria de ellas, tras ser leídas se iban al cementerio de los papeles. El almacenaje comenzó cuando fui profesor visitante y Fulblight Scholar en la Universidad de Harvard, en 1987. Allí la computadora me permitió guardar memoria de mis labores, holganzas, lecturas y pensares. Con esas cartas comienza este trozo de letras. La sección cierra con las cartas que escribí en 2014, cuando fui profesor visitante en la Universidad de Hiroshima.

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