Lady l.
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El día de su octogésimo cumpleaños, Lady L. está sentada junto a uno de los ventanales de su castillo inglés. El velador está lleno de telegramas y de mensajes, muchos de los cuales proceden del palacio de Buckingham. Se daba cuenta de que no era más que una "vieja dama adorable"; sí, después de tantos años perdidos en ser una dama, ahora se veía obligada a ser una vieja dama, por añadidura. "Se nota todavía que debía de ser muy hermosa…" Desde que había empezado a percibir este murmullo insidioso, tenía que esforzarse por no soltar cierta palabra muy francesa que pugnaba por escapar de sus labios, y fingía no haberlo oído. No había sido menos célebre por su carácter que por su belleza; una ironía que no le andaba a la zaga, que daba en el blanco sin herir, con la elegancia de los maestros de armas que sabían recalcar su superioridad sin humillar.

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