En la complicada tarea de integrar de manera exitosa diversos mecanismos estatales para dar solución a problemáticas que emergen de las conductas antisociales de los individuos, la justicia penal ha experimentado de manera especial en la sociedad mundial —incluido el caso mexicano—, un peculiar protagonismo que busca frenar el avance desmedido de la delincuencia que a niveles insospechados —aprovechando la evolución de la ciencia y tecnología en todos sus rubros, entre otros factores—, ha mostrado una invasión cancerígena que también ha asumido un papel central. La implementación del sistema de enjuiciamiento penal acusatorio en México genera expectativas, frente al reto y oportunidad que lleva implícito. De entre ellos se resalta la separación de funciones procesales, ya que a diferencia del sistema inquisitivo, se establecen con claridad los roles de cada uno de los actores del proceso penal; en este contexto, el Ministerio Público es un órgano de investigación, apoyado en personal a su cargo (peritos, policías, etc.). La máxima fundamental de la separación de funciones, radica en que sin acusación no hay juicio, bajo el entendimiento que ésta es una función propia y exclusiva de quien investiga. No podrá en consecuencia realizar el fiscal actividades o funciones que son de manejo y competencia del órgano jurisdiccional y viceversa, no podrá el juez inmiscuirse en actividades de indagación.