Si la Historia nunca es ni puede ser inocente, la de nuestra época -sobre todo la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos del actual- está marcada por tan extraordinarias manifestaciones de ignominia social y tan grandes epidemias de sobrecogedor desamparo individual que nos vemos obligados a lamentar, con tanta desolación como vergüenza, nuestra participación, muchas veces disimulada con la pasividad más inicua, en los terribles avatares de la misma. La interminable sucesión de guerras, genocidios, persecuciones y atrocidades de todo tipo que han tenido y siguen teniendo lugar en los más diversos lugares de nuestro planeta -en el llamado tercer mundo y en todos los demás, incluido el que consideramos primero- llegan a conformar una estremecedora geografía del terror y la desesperación, también de la supervivencia y la dignidad, que señala indeleblemente la naturaleza moral y cultural de nuestro tiempo, repleto de grandes y decisivos avances tecnológicos y de inconmensurables catástrofes humanas. A develarlas e identificarlas -muchas veces con nombres y apellidos- en unos momentos en que la desmemoria y el olvido sólo pueden considerarse cómplices convictos y confesos de quienes las provocan, las mantienen y las ejecutan, vienen dedicando sus desvelos, e incluso la parte más fundamental de sus vidas, una importante nómina de reporteros, documentalistas y artistas de muy diversa condición que, utilizando los cada vez más sofisticados y eficaces recursos de la imagen (en todas sus acepciones, variantes y materias) y los muy certeros elementos, medios y discursos conceptuales de la creatividad actual más beligerante, siguen denunciando el silencio ensordecedor con que solemos cubrir cada una de estas ignominiosas catástrofes una vez que la costumbre o la sustitución mediática por otra más reciente la desplazan del efímero foco de atención de unas sociedades nada propensas a reconocer y enmendar sus errores e injusticias.