Mi interés por saber acerca de la locura de la mujer se remonta a los años de mi niñez. Cuando todavía cursaba la primaria pasaba los meses de julio y agosto en la Rumorosa junto a mi mamá, hermanas y hermanos, huyendo del infierno que se convierte Mexicali durante esos meses de verano. Una de las diversiones del lugar era ir a visitar a los locos, verlos desde el camino y, si se podía, platicar con "la Margarita" o "la María", enfermas recluidas en el aparente manicomio ubicado en una hondonada, a unos cincuenta metros del camino que conducía a esa pequeña población en la sierra de Baja California. El manicomio no era más que una lúgubre construcción de piedra en la que el exterior se podían ver las celdas con barrotes por donde algunos de los internos, se asomaban, sacaban sus brazos, gritaban, cantaban y pronunciaban arengas políticas. Recuerdo la última visita que les hicimos (mis hermanos, hermanas y yo); cuando "la María" nos dijo, con tono de voz demasiado serio para estar loca, que ella y a su novio también les gustaba venir a visitar a los locos y agregó: "¿ven? y aquí me quedé". Seguramente por las expresiones de asombro y temor que adiviné en las caras de mis hermanas, esas palabras se me quedaron grabadas, aunque no comprendiera el porqué de sus reacciones. Unos años después me enteré de que el camión en el que eran transportados los pacientes rumbo a un nuevo destino, se había desbarrancado en la cuesta de La Rumorosa.