El periodismo musical mexicano, parecía escindido por dos vertientes: la de los muñecos de ventrílocuo manejados por la industria del entretenimiento discográfico, y la pedantería pseudoerudita. Un periodismo anodino y predecible, desarraigado de una abundante tradición anglosajón, sobre todo, y mexicana, que le dio forma y fondo al rock. El Manual de Carroña de Alejandro González Castillo es una rara avis de amor al oficio y sus pasiones que no le pide nada a los maestros del género. Su prosa mordaz y depurada pone al día una fértil tradición de literatura picaresca mexicana desde la crónica, que a decir del autor “no es un género literario, sino un animal. Juan Villoro llego a decir que se asemejaba a un ornitorrinco, pero antes de aceptar tal equiparación yo pondría una tachuela en el mapa, justo en el lugar donde vivo, para así contar que no comparto tal punto de vista por una razón muy simple: nací, crecí, sigo viviendo en las orillas de la capital mexicana y jamás han pasado frente mí un ornitorrinco. Sostengo que la crónica pertenece al género de los canis. Específicamente de los canis lupus familiaris, o sea los perros. Rápido: para mí, la crónica es un perro. O mejor dicho: una perra”. González Castillo se sumerge en la gran estafa del rocanrol desde el inframundo de los conciertos y el azaroso aquí y ahora de su vivencia personal. Un puñado de aguafuertes entre la autobiografía, la sapiencia y el desencanto. Desde las entrañas de un autor entrañable, este manual de un carroñerockero es testimonio del naufragio de la rebeldía juvenil que en su masividad globalizada escribió su epitafio en un boleto de Ocesa.

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