Hugo Riva ha escrito un libro sobre la obra prometeica, y a la vez proteica, de Eduardo Galeano, y me ha pedido que lo prologue. El prólogo es algo así como el asa de un recipiente; a veces, permite asirlo y escanciar su contenido, como señalando las dificultades del asunto abordado y, de paso, pidiendo clemencia por la flaqueza de quien lo encara; otras veces, sólo sirve para malograr el equilibrio íntimo y la belleza autárquica, que se basta a sí misma, del continente. Los cántaros hermosos, en efecto, se ofrecen al contemplador tal cual son, lisos y desnudos, sin posible ornato ancilar, protegidos y definidos por la armonía de sus formas. De idéntico modo, los libros bien hechos, esos que se enroscan sobre su perfecta materia como serpientes sabias, tampoco necesitan la argucia de una pequeña ventana que permita mirar, desde lo alto de una presunta autoridad ajena y desde afuera de la presumible humildad del autor, los paisajes del pensamiento. Éste es el caso del sazonado ensayo que Hugo Riva presenta a la consideración pública rioplatense. Estoy seguro de que a sus lectores les sucederá lo acontecido conmigo; lo apurarán de un solo trago, salvarán la corta distancia tendida entre su principio y su fin con un salto jubiloso. Porque es un trabajo de empatía cordial y de artesanía hermenéutica a un tiempo.