Entre las novedades que Diego Rivera cargaba en la maleta una vez que desembarcó en el puerto de Veracruz en junio de 1921, ninguna tan incendiaria como el propósito de consignar de puño y letra sus opiniones sobre el arte, la política y la carrera de sus contemporáneos. Por lo visto, después de dos largas temporadas en Europa, no sólo había aprendido -y luego puesto en duda- las técnicas y los postulados de las corrientes pictóricas de avanzada sino también el oficio sumario de la crítica y la polémica, una labor indistinguible de sus murales y de su obra de caballete. Ya en octubre de aquel año publicó en Azulejos un artículo incómodo acerca de la manía de los jóvenes escultores de imitar "los fragmentos antiguos o pseudo modernos de Europa", un duro rechazo a los cuerpos mutilados o víctimas del sentimentalismo de Rodin. Desde entonces, y hasta unos meses antes de su muerte, quemaría una abundante cantidad de energía en escribir y publicar sus opiniones en periódicos, revistas especializadas, folletos explicativos, boletines, órganos informativos, hojas sueltas, pasquines, libros-homenaje. Rivera escribiendo y Rivera pintando. Está pendiente una edición que reúna la vasta totalidad de sus textos, elaborados entre 1921 y 1957, incluyendo la correspondencia. Aun así, el panorama a la vista arroja cantidades abrumadoras de papel. Más de cuatro mil páginas de reflexiones no son cualquier cosa para un pintor, y menos para un pintor que trabajaba catorce horas al día. Contemplando ese universo, uno se siente tentado a sospechar que a Diego Rivera la pintura, por sí misma, le quedaba corta. Había en esta insatisfacción un deseo no declarado de explicar, glosar, justificar, confrontar, expandir el radio de acción de la propia experiencia plástica.