En los relatos de Sergio Pitol se anuncia ya desde el inicio la existencia de una oquedad, una caverna ominosa en medio de la escritura. Los personajes, las situaciones, las indispensables peripecias que alimentan la trama tienen sus raíces y su razón de ser en esa zona de nadie, y a medida que la historia avanza el hueco crece, se impone y se potencia hasta convertirse en el cuerpo mismo de la trama, y el escritor se deleita en crear pistas falsas, juegos de máscaras, comedias de equivocaciones para dificultar a sus personajes la solución de los enigmas. Esas escaramuzas, como el soneto que mandó hacer violante, son la misma carne del relato, el cuerpo de la escritura. Los ensayos están escritos y organizados como capítulos novelísticos; la preocupación del autor es compartir el placer producido por sus lecturas, sus viajes, sus aventuras con el lenguaje, con los escenarios y, sobre todo, la pasión infinita por las tramas que le viene desde la infancia. Volvemos a recorrer con él las amplias avenidas, pero también los senderos umbrosos del mundo al que nos tiene acostumbrados la novela inglesa, el dominio germánico, el eslavo, y otras nuevas presencias.