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Hace veintisiete años escribí una monografía del trabajo del artista Pedro Friedeberg en la que traté de entender, atraída por su desquiciante obra, a esta personalidad que admiro y quiero. Pensaba, y así lo escribí entonces, que Pedro, nacido en Florencia en 1937, traído a México a los tres años, estaba contagiado por el mal de muchos de los jóvenes de hoy; que estaba aburrido, desolado, y adoptaba la frivolidad y el cinismo como formas de ocultamiento de su melancólica personalidad.