Se ha disipado la vida cotidiana y reina el tiempo de lo sagrado. Hablan con los dioses, están inmersos en su éxtasis. Las luces y las sombras forman una atmósfera peregrina ajena a toda amarga realidad. Densas muchedumbres empuñan lanzas enormes y cargan una cruz gigantesca pintada de colores y cubierta de paños azules: sudarios del Cristo muerto. La composición es perfecta. Todo cobra en la cámara de Doníz un encanto desconocido para nosotros: el paisaje es bellísimo, la laguna, un elemento de purificación. El ojo del artista descubre lo significativo, lo esencial de una raza que cree en algo ajeno a nuestra vida y que representa una nobleza, una fe, una fuerza que triunfa sobre nuestras brutales y codiciosas intromisiones, entregada al culto a sus dioses y a la naturaleza. sos son los coras que nosotros tratamos de destruir y que reaccionan con una fe y un vigor espiritual ajeno a nuestra existencia de bribones dominados por la codicia y el desprecio, que, por cierto, no han hecho mella en su fortaleza legendaria.