El anhelo de lograr una orientación tangible hacia el mundo induce, una y otra vez, a simplificar en demasía las cosas. Estamos predispuestos a aceptar aquellas concepciones que reducen al Estado y sus problemas a uno o a unos cuantos conceptos. Precisamente los pensadores más influyentes, como Rosseau y Marx, intentaron hacer esto. Y, sin embargo, el pensamiento que se basa en ideas de simplificadoras ha fracasado siempre. Una idea rectora de la presente obra ha sido, por el contrario, concebir a la comunidad política como un hecho complejo al que no es posible entender a partir de un solo criterio o de unos cuantos puntos de vista; cuyos procesos no son reductibles a una causa simple que la explique, cuyos fines no pueden trasladarse a una concepción elemental y al que, en suma, no es posible comprimir en un sencillo "concepto del Estado", sin mutilarlo. Tampoco la práctica política puede conformarse con soluciones sencillas, con principios y objetivos simples. Su tarea es la de hacer justicia a fines y necesidades muy diversos, incluso contradictorios, buscando siempre la medida justa; así por ejemplo, respecto del espacio de desarrollo privado y las intervenciones reguladoras, entre la descentralización y la regulación central, entre la procura existencial pública y la asistencia privada. Tal enfoque considera a la política como un proceso vivo en el que importa "instrumentar", continua y adecuadamente, los estados del sistema. Entre los fenómenos de la evolución actual del Estado que requieren corrección debe mencionarse, en particular, la centralización, reglamentación y medidas excesivas por parte del mismo Estado. Ha llegado el momento de podar la jungla de normas, de reducir a las burocracias, de promover una mayor descentralización y de hacer que los ciudadanos recobren el control y la responsabilidad sobre sus propios asuntos en ámbitos de vida abarcables.

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