Nuestro siglo se caracteriza, como ningún otro, por las interacciones culturales globales inmediatas donde la postulación occidental de una razón única, garantizadora del bien común es casi imposible de sostener. En este horizonte una vía legítima e interesante de la ética que se está desarrollando desde hace algunas décadas es la propuesta de construir la propia vida, y la vida común, no desde una razón absoluta, sino desde distintas racionalidades que permitan el despliegue de la identidad propia de los pueblos y los sujetos sociales, sus valores y perspectivas de vida. Wittgenstein ya había dado relevancia al papel constructivo de la intersubjetividad. Para este filósofo la expresión "juego de lenguaje" sirve para subrayar que hablar un lenguaje forma parte de una práctica social, de una forma de vida, y que lo que acepta la gente como justificación muestra cómo piensa y cómo vive.' Cada juego del lenguaje está constituido por prácticas sociales, de tal suerte que las normas no se instituyen desde la razón, o más precisamente, desde una deliberación racional, sino que son resultado de las prácticas. Estas prácticas, al ser sociales, abandonan la concepción del individuo que vive aislado con su razón y, con ello, se deja de lado su pretendida universalidad. Así, se nombra un sujeto social, comunitario,' que se constituye en relación con las prácticas de uno de los diversos contextos existentes.